
Todo villano necesita un superhéroe y viceversa, no podría existir el uno sin el otro, pero este último, a su vez, debe mostrar que posee un gran poder para derrotar al villano en la eterna lucha del bien y el mal, restaurando el bien. ¿Pero dónde se desarrollaría esta contienda? En el caos, el escenario es el caos. Faltaría en este entorno un ingrediente adicional: ¿Cuál sería? La víctima. ¿Pero acaso la víctima y su bienestar es el fin, es la meta? ¿Lo es el orden, la unidad, la paz, la justicia? No, no lo es. Esta es la justificación que cubre de legitimidad la lucha, normalmente instrumentalizada en la politiquería y el populismo bajo una falsa legitimidad. Pero más allá de la meta, lo que más les interesa a nuestros protagonistas es el propósito, que no es otro más que dividir (resentimiento), batallar constante e incesantemente para llegar a lo más importante: “El poder”. Y peor aún, para sostenerlo, muchas veces el héroe resulta ser peor que el villano, pero no puede prescindir de este, pues ¿a quién culparía de todo frente a la víctima?, ¿con quién haría contienda y contra quién haría populismo o politiquería? Las conveniencias son para los políticos y las ideologías para el pueblo.
En la política, la mayoría de las veces, el bueno no es tan bueno y el malo no es tan malo; solo existe el audaz, el sagaz, quien manejó mejor el discurso del odio y vendió mejor el resentimiento, quien convenció a más seguidores de que son víctimas y que él, más que su salvador, es su vengador.
Al pueblo judío, algunos lo llaman víctimas del Holocausto, de la tiranía nazi. Creo que ellos se ven como sobrevivientes, y así han prosperado como nación. Cuando te ves como víctima o permites que alguien te encasille en esta categoría, estás cediendo las banderas de tu restauración y progreso; puedes estar cediendo el sufrimiento para provecho de otros. Aunque no es una regla general, es muy probable. Por ejemplo, la pobreza es un bien muy preciado si los pobres se consideran víctimas y no toman sus banderas para ir por sus derechos, más allá de que aparezca un héroe y se los recuerde, pues ya son suyos. Son un mercado interesante para las ONG, fundaciones, líderes espirituales, políticos, grupos al margen de la ley (narcotráfico, microtráfico, guerrillas, paramilitares), etc. La meta puede ser ayudar a los pobres, pero ¿Qué harían si se acabara la pobreza? Se acabaría el propósito, terminaría el mercado. Las armas no acaban la guerra. ¿Para qué servirían si no hay guerra? La meta es la defensa, pero el mercado de armas cuida el propósito: la guerra.
Dentro de una democracia, a los pobres y a todas las clases se les dan oportunidades, pocas o muchas, pero las hay, a diferencia de una dictadura. Muy a pesar del flagelo de la corrupción, algo deben dar u ofrecer al pueblo que los sostiene en el poder. Sin embargo, en la politiquería no se les puede dejar ver las oportunidades que hay, las que tienen, con las que cuentan; se les debe recalcar más lo que no tienen, su carencia; se les convierte en víctimas, se exacerba su resentimiento, y se materializa un villano, una opresión (que no quiere decir que no exista), pero no es eso lo más importante. Lo más relevante es acreditar un salvador, mostrarles un vengador, una oportunidad de castigo y desquite; ya se les donó el odio, es gratis, no lo venden. La polarización y la división también. Solo deben cumplir un requisito para recibirlo: el resentimiento. No la necesidad o la escasez, sino el resentimiento.
El pueblo no ha entendido que, desde los Estados Democráticos y Constitucionales, en el juego de la política son jugadores y no fichas. Todos podemos elegir cómo actuar frente a nuestras adversidades. Son nuestras acciones, y no nuestro sufrimiento, lo que define nuestro futuro y lo que determina qué tipo de personas somos: víctimas o sobrevivientes. Si elegimos políticos que representen nuestros intereses, que nos vendan capacidad de gestión, gobierno, administración, seguridad, unidad, paz, progreso y bienestar, o politiqueros populistas que nos ofrezcan odio, desgobierno, caos, venganza, inseguridad, guerra, división y pobreza. Si nos consideramos un pueblo pujante y trabajador, que hace parte activa de una nación que crece en una democracia participativa, o somos nadie, víctimas alimentadas desde el populismo con resentimiento y ansias de venganza, con esperanzas en un superhéroe que carga con su propio villano y cuyo propósito es el caos como mercado para el comercio del odio y la venganza a través del resentimiento, y quien, a lo mejor, nos llevará de una democracia imperfecta a una dictadura perfecta.
Igualmente, el político que logra el poder a través del discurso del populismo y el odio, tampoco ha entendido que dirigir y unir resulta ser muy diferente a criticar y dividir. De no contar con las competencias para tan soberana misión, de dirigente salvador terminará convertido en villano opresor o simplemente el poder expondrá su intención real. Un poder conlleva una gran responsabilidad, algunos nunca entendieron, ni entenderán esto, aumentarán el mercado para sus intereses: el caos, dando paso a un círculo interminable de víctimas, héroes y villanos, en el incesante juego del poder y sus convenientes alianzas.
Nuestra patria es donde nacimos y hemos decidido habitar y prosperar junto con nuestras familias. Hay belleza en su diversidad y pluralidad; ellas no deben destruir la unidad, por el contrario, deben complementarla y justificarla. Cuando permitimos que ellas se conviertan en el medio de algunos para alcanzar el poder mediante el discurso del odio y el conflicto, estamos atentando contra la democracia, la nación y la paz. No debemos permitir que este discurso genere división donde no la hay. Cada uno, desde nuestra identidad y singularidad, somos piezas para edificar una sociedad mejor, ladrillos que forman parte importante en el sustento de la casa que decidimos edificar y habitar: nuestra Nación. No somos una porra o un martillo para derrumbar. Es mejor modificar, ajustar para avanzar, que cambiar. Si creemos que una sola persona es el cambio y trae el cambio, quedaremos aislados y decepcionados. Asumimos que somos parte del problema y no de la solución. El cambio es de todos, la mejora continua y el progreso es de todos. Los cambios sociales se dan de forma progresiva, nunca inmediata. Pensar lo contrario sería igual a destruir, quitar o acabar para reemplazar, con el riesgo adicional de hacerlo sobre las ruinas de lo construido y lo ganado, cuando solo era menester mejorar, crecer juntos para avanzar a un mismo fin: coexistir entre nosotros, con la naturaleza, el medio ambiente y todo lo que nos rodea, en paz, convivir.
Un claro ejemplo de discurso político sin odio: Mahatma Gandhi, Nelson Mandela, Martin Luther King. Revolucionarios de la política, basada en la paz, la reconciliación y la unidad. Revolucionarios, no revoltosos. Sus manifestaciones públicas, su liderazgo a la cabeza, el caminar en sus marchas siempre delante de sus seguidores y manifestantes, como punta de flecha, con su rostro descubierto y altivo. No había primeras líneas, no era necesario. Su discurso invitaba a la unión, no a la división y confrontación. El civismo era la norma social de sus movimientos; el vandalismo no era una opción. En sus opositores, admiración más que odio. Su espada: la palabra. Reconciliación, igualdad, unidad. Su obrar: el modelo a seguir. Su meta: la paz. Su propósito: la convivencia, la coexistencia.
Una campaña basada en un discurso de odio puede esconder un gobierno incapaz o, peor aún, una dictadura. Quien gobierna debe representar la unión.
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